Ley N° 26.742
El derecho a decidir en el final de la vida

Morir con dignidad y testamento vital

Los extremos vitales que delimitan la existencia de las personas, el nacimiento y la muerte, son hechos naturales que dan sentido y explican la finitud de la vida; ser humano es tener la certeza de la propia muerte.

A partir de la segunda mitad del siglo pasado, las circunstancias naturales y biológicas del nacimiento y la muerte se han transformado en asuntos médicos. Este proceso de apropiación se denomina "medicalización de la vida".

La concepción, la gestación y el alumbramiento se han transformado en cuestiones biomédicas. El parto hogareño con la asistencia de nodrizas fue desplazado por la medicina, generando amplios espacios en ésta, desde diagnósticos preimplantatorios, prenatales, hasta intervenciones quirúrgicas como cesáreas o episiotomías. Desde entonces, las mujeres embarazadas y parturientas son consideradas pacientes.

Del mismo modo, los procesos del morir y la muerte misma durante milenios fueron tratados como estados propios de la naturaleza y condición humana; morir en casa rodeado de los seres queridos era el escenario preferido para compartir el final de la vida. Desde fines de los sesenta se asiste a un constante proceso de medicalización, expropiación y asalto tecnológico de la muerte y la consiguiente mortificación de la medicina al intentar explicar y controlar lo inexplicable e incontrolable de la muerte.

La medicalización sólo es posible si se acompaña de cierto nivel de aceptación social; así opera el concepto de "futilidad", comprendido como el deseo persistente de la familia o del propio afectado en la aplicación de acciones médicas sin beneficio o utilidad terapéutica.

La medicalización del morir se observa dramáticamente en el denominado "encarnizamiento terapéutico", es decir en la ocultación de la muerte a través del establecimiento de medidas extraordinarias o desproporcionadas que prolongan la vida de forma artificial, penosa y gravosa (distanasia). Médicos con trabajo en unidades de terapia intensiva han considerado a ello como una deformación de la medicina, "la sobreatención médica divorciada de todo contenido humano, constituyéndose en el paradigma actual de la indignidad asistencial".

El encarnizamiento terapéutico puede limitarse a través de las denominadas directivas anticipadas o testamentos vitales, pero no debería perderse de vista que el paradigma tanatológico argentino actual más que vincularse con la sobreatención médica se aproxima a la mistanasia (muerte indigna producida por desatención médica y abandono social) y a la anacrotanasia (muerte anticipada de jóvenes pobres; por ej.: adolescentes con sepsis generalizadas provocadas por abortos clandestinos).

De todas formas, la desmedicalización de la muerte es requerida por la comunidad; en un estudio se consultó a personas sanas sobre si deseaban  morir en sus casas o en un centro hospitalario; se determinó que más del 64% prefería morir en casa.

El proceso del morir fuera del ámbito hospitalario requiere control de síntomas,  pero,  fundamentalmente, acompañamiento afectivo y espiritual. 

Así lo Indica la experiencia de equipos de salud en cuidados paliativos: "loco o cuerdo, apestado o paralítico, las tendencias en los moribundos son las mismas: no sufrir ni morir solos, tener al lado otra persona que les tienda su mano.

El morir y la muerte son circunstancias únicas e irrepetibles; ello no obsta a que siendo momentos en donde puede otorgarse sentido a todo lo vivido sea necesaria "la alteridad de la comunicación, la presencia del otro y la cooperación".

En las unidades de terapias intensivas, el morir, en general, transcurre en soledad, sin afectos y con la omnipresencia de la parafernalia tecnológica deshumanizante. En este sórdido escenario los médicos intensivistas, con perplejidad moral e incertidumbre jurídica, intentan mitigar el sufrimiento a través de prácticas eutanásicas pasivas.

Derecho y bioétíca. Alianza para el goce efectivo de los derechos

La articulación entre el derecho y la bioética debe estar al servicio de las personas que padecen enfermedad; con ese objetivo, desde la Sección de Riesgo Médico Legal del Hospital Francisco J. Muñiz se trabaja en forma intergestiva junto al equipo de salud para el efectivo ejercicio del derecho a rechazar tratamientos médicos.

Algunas personas aquejadas de dolencias "fatalmente fatales" manifiestan su voluntad de morir en sus casas, junto a su familia y amigos. Para ello expresan su deseo de no ingresar a salas de cuidados intensivos, o el rechazo a la implementación de medidas que consideran desproporcionadas, solicitando el egreso hospitalario. Estas manifestaciones de voluntad se materializan a través de decisiones anticipadas escritas que se incorporan en las historias clínicas.

El testamento vital es la declaración de voluntad de una persona adulta y capaz, en donde en forma expresa decide rechazar la implementación de métodos extraordinarios y desproporcionados para mantener artificialmente la vida. Es una manifestación de la propia voluntad, no un consentimiento; es un acuerdo unilateral sobre las condiciones y circunstancias preferidas para un buen morir. En el derecho anglosajón se  utilizan también las denominadas órdenes de no resucitación (Do not resuscitate orders), consistentes en el rechazo a la implementación de maniobras de reestablecimiento de la función cardiopulmonar en pacientes en estado crítico.

Las directivas anticipadas y testamentos vitales tienen pleno efecto legal y jurídico en nuestro país, más allá de su escasa utilización. De la misma forma, la designación de un representante para cumplir con las pautas de rechazo mencionadas encuentra sostén legal en las prescripciones del Código Civil en nuestro país.

A pesar de ello, recientemente, a través de una acción de amparo, se solicitó el aval judicial de tales decisiones, en donde el juez, a través de un fundado fallo, acogió la pretensión y ordenó respetar dicho "acto de autoprotección". La amparista manifestaba su oposición a "intervenciones invasivas" que impliquen "medios artificiales a permanencia", en el contexto de la "evolución irreversible de la enfermedad que padece". En este precedente se hizo valer el rechazo incorporado en el Registro de Acto de autoprotección que organiza y administra el Colegio de Escribanos de la Provincia de Buenos Aires.

La cuestión no parece ser tan clara cuando se trata del rechazo de tratamientos por parte de los allegados de enfermos incompetentes que no han manifestado previamente su voluntad. 

En este sentido, recientemente, la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires ha rechazado la petición de familiares de una paciente para la suspensión de métodos de soporte vital.

Más allá de las cuestiones de representación, las directivas anticipadas o testamentos vitales tienen una notable ventaja operativa, en el sentido de evitar la aplicación efectiva de medidas médicas fútiles, ya que, en términos morales y jurídicos, resulta menos dilemática la abstención que el retiro de medidas de soporte vital.

El derecho que se pone en juego a través de las directivas anticipadas o testamentos vitales es a la no intervención, no un derecho a la muerte; es un derecho a dejar o permitir morir, y no un derecho a morir.

El rechazo a la sobreatención médica se vincula con consideraciones sobre la noción de calidad de vida; el sometimiento a prácticas fútiles conspira contra las condiciones de bienestar que desean algunas personas para transitar el final de sus vidas; no sólo se consideran cuestiones de hecho, sino más bien los valores que están en juego.

La calidad de vida deberla mensurarse de acuerdo con los valores y creencias de cada persona; en términos de calidad y salud, resulta ilustrativa una definición que indica: "La salud es una manera de vivir autónoma, solidaria y gozosa, es un bien-ser y no un bien-estar". El cristianismo justifica el rechazo al acto médico en el principio de dignidad y calidad de vida:

"El Dios del evangelio es más generoso (y menos celoso) de lo que algunos opinan. El deja amplios espacios a las personas para la creación de sentido y dignidad de la vida y de la muerte".

La Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, a pesar de condenar la eutanasia, indica que "tomar decisiones corresponderá, en último análisis, a la conciencia del enfermo o de las personas cualificadas para hablar en su nombre o incluso de los médicos, a la luz de las obligaciones morales y de los distintos aspectos del caso".

Cosmovisiones culturales distintas a las occidentales han expresado con claridad y sencillez que "no hay ninguna dignidad en tratar de curar lo incurable".

El rechazo al tratamiento resulta ser la contracara del proceso del consentimiento informado; es, en algún sentido, un cuestionamiento al saber médico. Una perspectiva contractualista indicaría que en caso de no existir acuerdo entre el paciente y el médico, aquél podría negarse a recibir asistencia en los términos propuestos.

Se ha Indicado que esta forma de observar el dilema es estrecha, ya que no se atiende a "los valores en conflicto; lo público y lo privado, la vida y la libertad". Una explicación posible a la escasa utilización de los testamentos vitales puede estar vinculada con que el imaginario colectivo presume que las personas prefieren ver restablecida su salud cuando padecen alguna dolencia.

Otra razón puede estar vinculada con la unidireccionalidad del saber y racionalidad médicos. El rechazo desnaturaliza el propósito de la medicina Como "arte de curar" y alienta la valoración negativa de quienes no "quieren curarse". En el orden jurídico existe incertidumbre sobre la existencia de un supuesto deber de curación; cada sujeto vive en y con relación a los demás, situación que le impone deberes hacia la familia y la comunidad; Como los derivados de la patria potestad, los deberes cívicos y militares.

De cualquier forma, las herramientas legales disponibles permiten respetar la negativa al tratamiento; desde hace décadas, la ley de ejercicio profesional establece que los médicos deben "respetar la voluntad del paciente en cuanto sea negativa a tratarse o internarse, salvo los casos de inconsciencia, alienación mental, lesionados graves por causa de accidentes, tentativas de suicidio o de delitos...". El derecho positivo establece también el respeto del derecho a disponer del propio cuerpo y a la intimidad (art. 19 CN; art. 1071 bis CC), la libertad de cultos y objeciones de conciencia (art. 14 CN), la identidad cultural y la igualdad (art. 75, inc. 17, art. 43 CN; ley 23.592, ley 23.798).   

La jurisprudencia también se ha expedido sobre el derecho al rechazo a tratamientos médicos cuando se alegan convicciones religiosas; la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha argumentado a favor del respeto por el rechazo informado en el caso "Bahamondez". 

ConcIusión: Los testamentos vitales o directivas anticipadas no son aún prácticas frecuentes, pero debe estimularse su desarrollo y aplicación con el fin de hacer efectivo el derecho fundamental a morir con  dignidad y calidad de vida.

Se trata de preservar el respeto por la regla de autodeterminación, es decir la capacidad para decidir sobre la propia vida. Ello se fundamenta en la libertad e inviolabilidad de la persona, derivadas del principio de respeto por la dignidad de la persona.

Debería evitarse tanto la medicalización como la judicialización de los procesos del morir y de la muerte; en aquellos casos dilemáticos puede recurrirse a instancias conciliadoras, como los comités de ética hospitalarios, en  donde a través de deliberaciones plurales puedan encontrarse instancias de decisión que faciliten el derecho a morir con dignidad, por un lado, y al cuidado de la integridad de los equipos de salud, por otro.

Dr. Ignacio Maglio, abogado, Jefe de la Sección Riesgo Médico Legal  del Hospital Francisco J. Muñíz.

Revista Nº 87- Noviembre Diciembre de 2005 del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal.- 

El derecho de los pacientes

En los días que corren, parecen exacerbados los artilugios humanos para negar o, al menos, postergar la conciencia de la muerte. Las cirugías estéticas, las tinturas capilares, los tratamientos rejuvenecedores venden la ilusión del conjuro de la vejez y, por carácter transitivo, de la muerte.
El ser humano es el único animal que sabe que va a morir y es esa una vivencia difícilmente tolerable. Los agnósticos adjudicarán a dicha angustia el nacimiento de las religiones con su conveniente promesa de vidas posteriores; también la esencia de la filosofía sería ofrecer la ilusión de que se puede anular, por medio del ordenamiento lógico de las palabras, aquello que pertenece a lo inexplicable. Puede especularse, asimismo, que el vigor de la ciencia responde al deseo de manipulación de la naturaleza, pero que su principal objetivo es la “vacuna” contra la mortalidad. “Conquistando territorios y venciendo a enemigos, cazando bestias feroces, descubriendo nuevas formas de energía y realizando obras que prevengan o controlen las amenazas de las fuerzas naturales, por medio del arte, de la ciencia y de las fiestas, los colectivos humanos se empeñan en garantizar la victoria de la vida contra la usura de la muerte” (F. Savater, Diccionario filosófico).
La negación de la muerte también es notoria en Sigmund Freud, quien privilegió, por ejemplo, la angustia de castración por sobre la angustia de muerte. El creador del psicoanálisis parece convencido de que el inconsciente es inaccesible a la representación de nuestra propia muerte, y que ella sólo asoma en el espejo de la identificación con la muerte de un otro amado.
San Agustín, en sus Confesiones, narra que su primer contacto con la muerte fue cuando falleció un amigo muy querido, víctima de lo que llamó “la enemiga crudelísima”. Asume, entonces, que todo lo que vive en este mundo debe morir y que, por lo tanto, es inútil lamentarse.
La posición de los ateos, descreídos de un más allá, la expresó Nietzsche en varios textos, protestando de que postular “otra vida” es traicionar a “esta vida”, la única que tenemos. En la misma línea, Alain Badiou propone erradicar de la filosofía el motivo de la finitud y aceptar, con alegría y sin plantear trascendencias, lo que simplemente nos sucede: “Aquí es donde no se nos ha prometido nada excepto la posibilidad de ser fieles a lo que nos sucede”.
Lo cierto es que tememos lo que no conocemos y damos por sentado que es temible. A ello se resistía Sócrates: “Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano –nadie lo sabe–, y sin embargo todo el mundo le teme como si supiera con absoluta certeza que es el peor de los males”.
Desde cualquier punto que se lo mire, la negación de la muerte es una empresa condenada al fracaso. Pero asumirla ayuda a darle un sentido más pleno a la vida, se sea o no religioso. Martin Buber, en sus Cuentos jasídicos, relata que el rabí Búnam yacía en su lecho de muerte. A su lado, su esposa sollozaba. “¿Por qué lloras? –le dijo–. Dediqué toda mi vida a aprender a morir.” Una de las consecuencias dramáticas de no prepararse para la muerte es el derrumbe psicológico producido por la certeza o sospecha de sufrir una enfermedad. Eso mismo está en la base de esa difundida patología moderna que son los devastadores ataques de pánico.
Volvamos a citar a San Agustín: “Comenzar a vivir en el cuerpo es estar en la muerte. El hombre no está nunca en la vida, aunque viva en el cuerpo, ya que es más bien un muriente que un viviente”. Ya en sus Epístolas, Séneca había escrito: “No caemos de improviso en la muerte, sino que procedemos hacia ella paso a paso: morimos cada día”. En sus conocidas Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique expresaba el mismo concepto: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando...”. También Jorge Luis Borges se ocupó del tema en su poema Recoleta: “La muerte es vida vivida, / la vida es muerte que viene”.
La futilidad de negar la muerte está inmejorablemente expresada en una conocida leyenda de origen persa contada por Farid al-Din Attar, en la que un siervo muy angustiado le pide a su amo un caballo veloz para huir hacia Samarkanda. Ante la pregunta de su amo, le cuenta que ha encontrado a la Muerte en el mercado y ésta le ha hecho una mueca de amenaza. El señor accede al pedido y, más tarde, cuando baja al mercado, también se topa con la Muerte. “¿Por qué has asustado a mi siervo?”, le pregunta. “No lo he asustado, la mía ha sido una expresión de sorpresa de encontrarlo aquí porque tenía entendido que teníamos una cita esta noche en Samarkanda.”
Se trata, entonces, de vivir con la conciencia de la propia muerte y lograr que esta vida que nos ha sido dada tenga un sentido, que justifique nuestra presencia en el mundo. No es criticable seguir las modas del mercado, que sagazmente se aprovecha del humano deseo de inmortalidad borrando canas, arrugas y adiposidades, pero debe entenderse que éstas son señales que nos indican el paso del tiempo en nuestros cuerpos y, por ende, la mayor proximidad de la muerte. Ello debería impulsarnos a cumplir con nuestros objetivos y hacer más llevadera la vida para nosotros y para nuestros prójimos.
El mecanismo más humano para negar la muerte es la postergación. Es decir, dilatar decisiones, expresiones o placeres como si el tiempo fuera infinito y nosotros inmortales. “Ya habrá tiempo para todo”, suele decirse. Una de las más gravosas consecuencias de esta argucia es postergar la expresión de nuestros sentimientos a quienes amamos, de manera que, cuando algún ser querido fallece, nos atormentamos por no haber sabido decir “te quiero”, “gracias” o “perdón”, a pesar de las oportunidades que tuvimos para hacerlo. Es que allí, según el mecanismo de negación, nadie iba a morir. Si usted ha llegado hasta este punto de la lectura no pierda tiempo y comience a desterrar su avaricia afectiva hoy mismo. El principal beneficiado será usted mismo.
Una de las perversiones de la vida moderna es la “muerte borrascosa”, como la llamó Phillipe Ariès. Es aquella en que nos extinguimos en ambientes médicos atravesados de cánulas, conectados a respiradores artificiales, sedados hasta la inconsciencia, nuestras existencias prolongadas que violentan el ciclo natural, para satisfacción de una ciencia cuya derrota ante la muerte será, de todas maneras, inevitable.
Lo contrario es la “muerte mansa”, la que sobreviene en el hogar, rodeados de parientes y amigos, “confirmatoria de los vínculos de solidaridad comunitaria y social, prevista con certidumbre y aceptada sin un miedo mutilador” (Daniel Callahan). Es la muerte que nos permitió a hijos, nietos y bisnietos, hace pocos días, en torno a su cama, acompañar a Susana, mi madre, hacia el Misterio. Es la muerte que relata Efrem, el personaje de Pabellón de cancerosos, de Soljenitsin: “No se engreían, no luchaban contra ella ni alardeaban de que no iban a morir […]. No daban largas a arreglar sus cosas; se preparaban en silencio y con tiempo, decidiendo a quién le tocaría la yegua, a quién la potra, y partían con facilidad, como si se mudaran a otra casa”.
Seamos, pues, peregrinos que dan sentido a su andar por los caminos de la vida sabiendo que, en algún momento, nos desplomaremos a un costado, y aceptemos que sólo entonces sabremos si allí todo termina o si es sólo un volver a comenzar. Pero de una u otra manera, si hemos vivido para bien morir, nuestra existencia estará justificada.
Por Pacho O Donnell
Para LA NACION
(23-junio-2006)
El autor es escritor. Fue secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires y de la Nación.